Cuando la década de los noventa toca a su fin, el cortometraje español parece vivir sus mejores días. Este momento de gloria se produce paralelamente al boom de los jóvenes creadores que, con sus largometrajes, parecen haber reconciliado el cine español con la taquilla. El corto ocupa un espacio cultural y mediático jamás imaginado a finales de los ochenta. Los medios financieros aumentan en la misma proporción que mejoran los diseños de producción, cada vez mas profesionalizados y con un excelente acabado técnico, cada vez mas cerca de lo que antes era absolutamente privativo del largometraje. También las carencias en el ámbito de la exhibición, tan acuciantes en la década anterior, parecen atisbar soluciones que ayuden a despejar un horizonte que se mostraba, anos atrás, bastante confuso y poco alentador. La creciente demanda por parte de algunas televisiones y la aparición de nuevos circuitos de difusión, parecen estar sacando del estado de agonía en el que se encontraba, por falta de apoyo, el cortometraje al inicio de la década.
No parecería aventurado afirmar, por todo ello, que la de los noventa es la década prodigiosa del cortometraje español.
Otra cuestión es dilucidar si el espectacular crecimiento de la calidad industrial de los trabajos y la elevación constante de las cifras de producción, se corresponden con los logros obtenidos en el territorio artístico y creativo. Y si las nuevas perspectivas en el ámbito de la exhibición, no son mas que una pompa de jabón, un espejismo que puede desaparecer en cualquier momento, ante la endeblez de las estructuras que sustentan el formato.
Bajo estas premisas, cabía plantearse: ¿La de los noventa es realmente una década prodigiosa?